23 de diciembre de 2014

En la penumbra



Cuatro paredes y un alma triste entran en comunión. El ruido del ventilador en el techo y la luz que se cuela por la persiana semi destruida adornan la escena.
Un pensamiento se cae de la cama y rueda hasta dar con el zócalo de la húmeda pared color soledad: "Tu sonrisa por la mañana, tus caricias por la noche. Nada más". Y se pierde, para siempre o hasta luego. Se pierde en el rincón olvidado de los pensamientos prohibidos a la palabra. 
Mientras, debajo de sus sábanas, él seguirá llorando las penas de lo que no pudo ser. Pero quizá, y tan solo quizá, un día ella lo encuentre, lo levante y le sacuda el polvo y lo deje reluciente como alguna vez lo fue. Quizás algún día ella lo necesite tanto como él a ella. Quizás algún día puedan decirse lo que de verdad sienten. Quizás algún día ella se decida y lo arregle todo. Quizás algún día las lágrimas sean finalmente de alegría y no más de amargura.

6 de diciembre de 2014

El templo


Un túnel oscuro alumbra los rincones más profundos de mi ser. Una oscuridad brilla en el fondo de mi alma. Estrellas se descubren en el azul de la noche y las observo en paz, en calma. A mis espaldas se desata el infierno pero ya no importa, ya no. Una luz rebota en la pared que se levanta frente a mí e invoca en ella formas irreales, formas imposibles.
En un vaso se derraman los sueños de una generación partida. En un trago desaparecen las ilusiones de un futuro distinto. Pero nada importa ya. El sol asoma su amarillento rostro y todo va a seguir como siempre. Como si nada hubiera pasado. Todo igual, solo otra estrella brillando en el cielo, cobijada por sus planetas, por sus dioses. Un pasillo conduce al fin y todo vuelve a su lugar, a la realidad, al menos hasta la próxima velada de lunas y estrellas desnudas sobre nuestras cabezas.

4 de diciembre de 2014

Un momento


Una chispa brilla en un vaso de agua, una hoja verde flota en las llamas de una chimenea. Momentos a punto de extinguirse, de no volver jamás. Como vos y yo, como todo este circo que armamos a nuestro alrededor, nuestro momento se extinguió, las luces se apagaron y ya no brillan las luciérnagas de un nuevo amor. Como un susurro en la oscuridad hemos de desaparecer. Como una pluma cae de su ala y se pierde en el viento para siempre, así hemos de separarnos. Para bien o para mal, por los dos.

29 de noviembre de 2014

Vestigio


Las curvas en su blusa dibujaban la perfección quebrantando todas las leyes de la geometría. Ninguna droga hubiera sido capaz de crear una alucinación tan celestial. Unos largos y delgados tacos sostenían la perfecta estructura biológica que se posaba en ellos.
La música empezó a sonar y todo perdió sentido. Toda la existencia se redujo a ese pequeño instante en que sus pies comenzaron a deslizarse sobre los patrones de rombos que formaban las baldosas. Una luz violeta giraba con suavidad sobre la pista e iluminaba su castaño cabello ondulado. Estaba seguro que esa era la intención de Dios cuando decidió crear a Eva. Sublime. Tangiblemente encantadora.
“Un ser de esa casta no debería mezclarse con simples mortales como nosotros” pensó mientras sostenía una copa de champagne en su mano derecha y un habano en su mano izquierda.
Los pasos hacia el centro de la pista parecían eternos, uno tras otro se sucedían ilusoriamente en vano. Un empujón a la derecha, otro por atrás, un poco de champagne derramado en su pantalón y una camisa que casi se quema por el puro encendido. Pero nada importaba, nada era más relevante e imperioso que llegar al centro de la pista.
En medio de la canción, las uñas pintadas de rojo se paseaban por la cintura de la mujer de manera provocativa. Un baile casi hipnótico que la hacía girar en círculos ante la atenta mirada de quienes la rodeaban. El furioso combate de miradas entre la deseada y los deseantes había comenzado. La falda se elevaba conforme al movimiento como si estuviera siendo jalada por querubines invisibles y todo era simple hermosura a su alrededor. Una copa de champagne se ubicó cerca suyo. El humo de un puro invadió el aroma a lirios de su cabello.
Un trago largo de champagne y la copa fue directo a estrellarse contra las baldosas de la pista.
-¿Puedo? –preguntó el muchacho de pelo oscuro y le extendió la mano, descartando con desdén el habano a medio terminar.
-Pensé que iba a bailar sola el resto de la noche –respondió con disimulado entusiasmo la muchacha de ojos verdes.
La tomó por la cintura y se acercó peligrosamente a su boca. Los movimientos de su baile fluían como un río que baja de la montaña en plena primavera.
-Ese habano debe haber valido unas cuantas horas de trabajo –comentó ella.
-La vida es muy corta para andar preocupándose por las cosas materiales. Al fin y al cabo se iba a deshacer entre mis manos, como seguramente lo haga este hermoso momento.
Una sonrisa pensativa se dibujo en la cara de la muchacha, que ciertamente estaba disfrutando aquel encuentro repentino. De todas las personas que pude haber conocido hoy, lo encontré a él, pensó mientras cerraba los ojos y dejaba que su cuerpo se deslice al son de la música. No sabía por qué se le había cruzado aquel pensamiento, solo que sentía algo diferente, algo nuevo. O no tanto.
Él, por su parte, inclinaba su cuerpo más y más sobre ella. Lentamente la iba atrapando, reduciéndola, bajándola del pedestal y poniéndola a la altura de los simples mortales como él. Y eso le gustaba.
Las canciones fueron pasando una tras otra, rellenando con acordes mágicos el silencio que había por dentro en sus corazones. Caras guardadas para el fin de semana y luego encajonadas el resto de los días.
Luces rojas coloreaban el ambiente cuando por fin se decidió a besarla. Sin pensarlo, sin dudarlo abalanzó su rostro sobre la bella figura que tenía delante y todo se volvió surreal. Su mano subía lentamente por la espalda de la musa hasta llegar a su cuello, mientras ella lo apretaba fuertemente por la cintura. Dulce abstracción para dos almas en pena.
Y el beso fue eterno. Eterno como lo es un jazmín en un frasco de agua. Eterno como los dioses del vino y el amor. Eternamente efímero.
-Siento que te conozco de hace siglos –Suspiró ella.
-Quizá sea así.
Se soltaron el uno al otro y se quedaron firmes, tiesos, expectantes entre sí, como espectadores esperando el truco final en un show de magia. Y nada.
Las luces se apagaron y fue imposible verse las caras. Un momento no puede durar para siempre, y así lo entendieron en ese instante.
-Me tengo que ir, se está haciendo tarde –dijo ella con la cabeza gacha.
-Es tarde, tené –respondió él y le extendió un cigarro que sacó  del bolsillo de su camisa -No tomes frío afuera-.
-Gracias –contestó ella y procedió a darle un beso en la mejilla. Dio media vuelta y  comenzó a alejarse por entre la gente –Ah, por cierto, me llamo Helena –dijo dándose media vuelta con una sonrisa apenas perceptible.
-Paris, mucho gusto –respondió el muchacho y se alejó de la pista lentamente.
Dos caras pueden no verse en toda una vida, en toda una eternidad, y aún así quedar grabadas. Vestigios de lucidez y de locura de un tiempo pasado, destellos fantasmales de una vida no vivida, de un sueño no soñado, de un cuento no contado en la mente de sus propios protagonistas. Frente a frente. Unidos una vez más como si fuera la primera vez, o la segunda, quién sabe. Quizá no sea la última, quizá no haya otra vez. Tal vez los dioses aún no terminaron de jugar con los mortales, tal vez solo se escondieron y juegan de otra manera, desde otro lugar.
Vive en un recuerdo el anhelo de encontrarla. Muere en un beso el deseo de amarla.

27 de noviembre de 2014

En un sueño


Estábamos tan cerca que nuestras respiraciones laceraban nuestras pieles. Tan cerca que nuestros pensamientos eran casi audibles, pero no lo suficientemente claros. Llegaste y te envolví en mis brazos, sentí que nadie cabía en ellos como vos, que nadie más que vos tenía la forma necesaria para rellenar el vacío en mi interior. Eras la única ilusión que me ataba, la única esperanza que me desvelaba, pero te fuiste. Tan rápido, tan indiferente. Me quedé en la puerta mirando como te alejabas, esperando que voltearas para ver si yo aún seguía allí, para ver si aún quedaba algo por rescatar. Pero todo fue en vano. Desapareciste en la noche y nunca más te vi, te fuiste con lo último que me quedaba de luz, con lo último que tenía para entregar, y nunca volviste.
Ahora paso mis madrugadas escribiendo textos que nunca vas a leer, plasmando pensamientos que nunca te voy a revelar. Todavía sos mi primer pensamiento por la mañana, mi último deseo por la noche. Todavía tenés el descaro de aparecer en mis sueños para recordarme que no te tengo y que nunca te voy a tener. Todavía no entendiste que hubiera entregado todo por vos. O quizá nunca te importó.
Un beso, un abrazo de despedida y una sonrisa grabada en mi retina que no deja de atormentarme. Las aves van a seguir cantando por la madrugada cuando llegues a tu casa, el sol va a asomar por el horizonte en cuanto apoyes tu cabeza en la almohada y yo me despierte pensando otra vez en tus ojos.
Tan inconsciente de que hay alguien en algún lugar que no duerme por saber de vos, tan inconsciente de que hay alguien cerca que ya no sabe lo que es vivir desde que vio tu espalda marcharse, tan inconsciente de que sin vos alguien no puede seguir adelante.
Media hora me separa de otra noche de sueños y suspiros solitarios, media hora me separa de volver a verte en mi mente con los ojos cerrados, pues no puedo hacerlo con los ojos abiertos.
Me hundo en esta espiral infinita, me hundo en los lamentos, me hundo en la noche oscura, en el día triste. Me pierdo, me pierdo en la espesura del olvido, me pierdo en los yuyos de la desolación. Esto es todo lo que tengo, esto es todo lo que soy, me gustaría abrazarte, besarte una última vez pero es demasiado tarde y una lágrima adorna el rabillo de mi ojo. Un sueño necesita ser soñado y el soñador ha de ir a soñar y quizás ahí te encuentre, quizás ahí, finalmente, seas real en mi vida.

16 de noviembre de 2014

La moneda


Una copa adorna la esquina olvidada de la mesa, el vino en su interior tiñe la imagen de un espeso rojo oscuro y una mano temblorosa se acerca para tomarla.
Rememora almuerzos en Atenas, besos en Marsella, paseos por Venecia y cenas en Milán. Reconstruye en su mente la Fontana di Trevi donde una moneda se durmió, hundida en el fondo, para suplicar a los dioses que aquella exquisitez del amor no tuviera punto final.
La copa se levanta, deambula por el aire, flota en círculos impulsada por una mano que busca acariciar, en el olvido, el rostro que una vez amó. En ella flotan los sueños diluidos y las esperanzas perdidas, el vino se estremece en su interior como revolviendo las memorias del pasado que está destinado a borrar. 

Un abrazo que se extiende más de la cuenta y un beso que se escapa por el Támesis. Noches de Madrid, atardeceres de Paris. Si tan solo por un segundo despertara el dios de su letargo, cuanto dolor nos ahorraríamos.
Y Buenos Aires espera. Espera silenciosa mientras la copa baña los labios de un anciano que lo único que necesita es olvidar, que lo único que puede es recordar.
La última gota de tinto cayendo por el borde del cristal ilustra la noche de Viena en donde los dos amantes se dijeron basta, la noche de Roma en que la moneda fue sepultada por los cobrizos deseos de alguien más. La noche en que el amor se canso de luchar y Londres ardió de tristeza.
Y la copa descansa, vacía, en el rincón de una mesa que ya no presencia almuerzos bipartitos, en una mesa que ya no escucha las banales discusiones de dos que se adoran. Vacía de vino, llena de recuerdos ansiosos de ser olvidados. 
Pero Buenos Aires espera. Espera silenciosa la noche en que los amantes decidan intentarlo nuevamente. Porque saben que la moneda, aunque hundida y sepultada, no ha dejado de brillar y que solo el tiempo puede volver a unir lo que el tiempo ha separado.

23 de octubre de 2014

La orilla silenciosa



En la orilla donde las palabras se quedan estancadas, donde los miedos afloran y la inseguridad se hace carne, allí me paro, y todo para verte de cerca. Tus labios bailan al son de tu voz y le dan vida a tu rostro mientras yo, atento, escucho. Escucho y trato de encontrar la combinación perfecta de palabras para decirte lo único que en verdad tengo para decir: "te quiero", "te necesito"
En algún lugar alguien la encontró pero no tiene quien la escuche, en alguna otra orilla, alguien se encarna las uñas en el cráneo en busca del coraje para decirla. Miles de universos, miles de puertas esperando ser abiertas, miles de caminos al mismo lugar.
Mandíbulas que tiemblan y pies que vacilan, miradas que se esquivan y manos sudorosas, todo y todos en la orilla infinita.
Pero vos estas acá, junto a mí, y yo me quedo sin palabras para decirte lo único que quiero que sepas, lo único que me interesa que sepas: "Te amo", "No puedo estar sin vos".

17 de octubre de 2014

Verde sueño

Vago en un sueño de incierto despertar. El olor de las rosas invoca tu nombre y, en el cenit de la mañana, tu cadera se cierne sobre los delicados pastos que alfombran mi adormecimiento.
Altiva como los laureles que reposan sobre la mollera de los dioses está tu figura. Y en cuanto a mí, todo es irreal, todo tiene un oscuro tinte de crudeza onírica. Pero solo hasta la primera sonrisa que nos guíe hacia el último de los besos que nos prometimos sin hablar.

El ruiseñor

Era la calle, las copas de los árboles vistas desde arriba, la insignificante imagen de la humanidad que le devolvía el mundo diecisiete pisos bajo sus pies y aquellas tardes para apreciar un atardecer anaranjado lo que le daban valor, valor para seguir adelante, para no rendirse.
Y el balcón, su inmaculado recinto flotante, tan lejos del cielo como para desearlo, lo suficientemente cerca como para sentirlo. Había reemplazado los hierros que formaban la baranda por unos finos cristales casi invisibles. Nada escapaba de su vista.
Unos pisos más abajo, cruzando la calle empedrada que los separaba, estaba ella. La podía ver tomando sus largas y laboriosas duchas mientras el vapor emergía por la ventana del baño. La veía secar su ondulado cabello castaño con la toalla más blanca y suave que cualquier imaginación pudiera concebir. Y él disfrutaba. Disfrutaba más ese precioso espectáculo de la intimidad que cruzarla en la parada del colectivo a centímetros o tenerla delante de él en la fila del almacén. Disfrutaba porque la podía ver distraída de sí, desnudando no solo su cuerpo, sino su naturaleza. Y él la veía siendo él mismo, sin máscaras, sin disfraces. Surreal espectáculo para un dios aburrido de tanta miseria.
Un mar de aire entre medio y mil dudas por aclarar.
El balcón, hizo de aquel espacio su templo y a la muchacha ojos de café y cabello ondulado, su diosa. Comenzó a venerarla religiosamente, todas y cada una de las tardes de cielo anaranjado y de vapor blanco, en silencio.
Y la cúpula celeste se vistió una vez más, con destellos de una luz esencial y pinceladas de rayos anaranjados en toda su extensión. Pero él, hipnotizado, en trance una vez más por la función que se desenvolvía frente a sus pupilas, omitió advertir la presencia de un pequeño ruiseñor que se había posado sobre la fina barrera de cristal que lo separaba del abismo. El inmaculado bípedo extendió sus alas, abrió su estilizado pico y, con gran afinación, emitió los primeros acordes de su canto. Ambos lo oyeron y, como si hubiera sido un mensaje divino, los dos se voltearon con el guiño celestial. Ella desde el baño y él en su templo.
Para ella fue inevitable notar su presencia. Sin querer, había violado con su mirada la impenetrable seguridad que le daba el anonimato al sagrado balcón y lo vio. Por primera vez notó su existencia y supo inmediatamente que era observada. Un instante de iluminación que revela el dolor de un espíritu contrito y apenado. Y él, él los pudo sentir, sus ojos que asomaban tras el espeso vapor blanco, profanando su observatorio de cristal. Se levantó exasperado y entró a la casa ante la atenta mirada de su diosa.
Y ya nada fue igual.
Para él no era enamoramiento, era obsesión, una obsesión que ya no podría satisfacer. Los días siguientes la ventana no emitió vapor alguno. Cerrada, tras sus vidrios esmerilados, solo se podía ver algo de luz por las noches.
Las semanas se fueron una tras otra, los atardeceres se volvieron pesados, grises, la incertidumbre adornaba el crepúsculo de sus días. Sin embargo esperaba. Esperaba paciente, sumido en el más terrible de los confinamientos, poder verla otra vez.
Un altar vacío, un templo olvidado. Noches de almohadas que guardan secretos y sábanas que esconden vergüenzas.
Y llegó el otoño y con él, el suave y delicado viento que se lleva las marchitas hojas de sus ramas. Las copas de los árboles bajo el balcón no eran ya más que enredadas interrupciones y estorbos en el paisaje frío y desolado de aquella triste calle de la ciudad. Y en la ventana vidrios, vidrios como barreras, vidrios como muros, como fortalezas que separan la agonía de la redención.
La textura que formaban los adoquines se esfumaba poco a poco a la percepción de sus sentidos y caminar sobre ellos se le había vuelto más una costumbre que un placer.
Pero pasaron los meses y llegó el invierno, trayendo consigo una renovada ilusión. La nieve cayó, cubriendo por completo las flores que decoraban el centro de su abandonado refugio transparente. Y con la nieve, ella.
El ruido del marco de madera de la ventana crujió a lo largo de todo el mar de aire entre ellos, retumbando hasta lo más profundo de sus oídos, convocándolo al encuentro.
Apoyado en el cristal, extendió la mano para atrapar unos copos de nieve, mientras que del otro lado, una mano se extendía por una ventana para atrapar copos de nieve. Un espejo, uno que guardaba en sus reflejos las tenebrosas fantasías de una mente incomprendida, las llamas de un ardor interno que ilustraba las pasiones de una mente solitaria, abandonada en una isla, mezcla de arena y olvido. Locura que el corazón necesita como la misma sangre que bombea en cada latido.
Y salieron. Los copos caían con el típico movimiento de un banco de peces en un arrecife cristalino, bailando de lado a lado, como vaivenes de un destino incierto e ineludible. En el medio, el empedrado casi oculto por la blancura dibujaba el sendero que habían de recorrer y no podían.
Magia. Meses de ausencia y soledad, meses de un santuario olvidado que pasó a ser un lugar prohibido. Meses de una ventana que no respiró ni para exhalar el húmedo vapor que guardaba en sus entrañas. Magia, la indecible fantasía de una nieve que disipó esos meses como si de polvo se tratara.
Los dos, frente a frente, y en el centro de la escena un ruiseñor. Delicado y armonioso, se posó sobre la iridiscente materia que cubría el empedrado, invitándolos a unirse en un desesperado y alocado grito de libertad. Magia. Y caminaron. Bajar el bordillo de la vereda se sentía como conducir a ciegas por un laberinto minado. Pero la magia, omnipresente, tiraba de los hilos en una obra que vislumbraba ya su final. Llegando al centro de la calle, se agacharon y tomaron al ave con delicadeza. Le dieron impulso y comenzó a revolotear bajo la nieve, girando en círculos sobre sus cabezas.
Él la miró como lo que era, su única chance de redención, pues los pecados de su vida, aunque lavados, lo acompañarían por siempre. Ella lo miró como lo que entendía, un alma en pena que se desdibujaría en el agujero negro del tiempo si no lo salvaba.
Se tomaron de las manos mientras el cielo los bañaba con su blanca bendición. Un color descolorido que haría tangible lo improbable. Unieron y entrelazaron sus dedos, moldeándose, dándose forma como las manos del alfarero hacen del barro una vasija, así se hicieron el uno al otro.
Y se fundieron en un profundo gemido gutural. Como el mar y la sal, inseparables, unidas la obsesión y la cordura en una violenta ráfaga de magia blanca. La calle vacía atestiguaba la consumación de un amor que no necesitaba palabras o explicaciones para ser real.
Una estela de luz ascendió con el ave que la envolvía en una espiral infinita y se perdió entre las nubes. La nevada cesó. Los rayos de Febo atravesaron las espesuras que cubrían la Tierra y comenzaron a teñir un anaranjado atardecer que se filtraba despacio tras las cristalinas paredes del santuario flotante.

16 de octubre de 2014

Reflejos

Me paro nuevamente entre los espejos, mil caminos reflejados hacia delante y hacia atrás, conduciendo todos al mismo lugar. Cerrado en un infinito espacio de una sola e infinita posibilidad. Y en el fondo tu espalda, firme siempre ante mis intenciones, doblegando la voluntad que me fue dada por obra y gracia demencial.
Ahora una sola cosa imploro, que entre tus espejos veas mi rostro, agotado de buscar, exhausto de amarte.    
Tira los dados, quiebra el espejo, rompe el hechizo y lanza la moneda.

8 de octubre de 2014

Fobia



Se podría decir que rayaba lo insoportable, se pasaba de ridículo, de sin sentido. El terror que le provocaba aquel invertebrado hacía de su existencia un suplicio. Oculto como fantasma en las tinieblas, rápido y escurridizo como espectro en la oscuridad. Su mente no lo soportaría por mucho tiempo más.
Decíanle todo el tiempo que no había motivo lógico o justificable para sentirse así, pero no lo podía evitar, era más fuerte que su voluntad, lo doblegaba hasta el último rincón de su humanidad.
Solía ser en las cálidas noches de verano cuando aquella silenciosa, y a la vez crepitante presencia, venía a su encuentro; fue en una de estas que el horror llegó a aquel humilde y antiguo caserón.
Encontrábase Augusto en su cuarto, sentado en su sillón de tela de arpillera, leyendo bajo el gran velador metálico y arqueado, cuya lámpara pendía sobre su cabeza cual espada de Damocles, cuando la bestia se apareció. Sedienta de luz, la criatura se desplazó con su característico vuelo irregular hacia la bombilla, proyectando así su sombra en la gran pared de color musgo que el desafortunado Augusto tenía frente a sí. La expresión de horror en su rostro al ver la estremecedora forma bañando toda la pared y dejando en penumbras la mitad de la habitación, fue inenarrable. Podía ver cómo la figura se desplazaba lentamente, con sigilo, oscureciendo todo a su paso, dejando invisibles las líneas del libro por las que intentaba pasear su mirada. Pudo sentir el frío característico del miedo subiendo por su espina dorsal, paralizándolo, dejándolo indefenso, petrificado. Cerró los ojos, procurando espantar así al demonio. Contó hasta diez, como le había enseñado su madre cuando tenía no más de siete u ocho años de edad. Abrió los ojos. Aquella sombra tenebrosa, amenazante, portadora de todo lo malo que su mundo conocía, había desaparecido.
No sabía si sentir alivio o más terror, pues ahora la había perdido de vista y podría atacarlo por sorpresa, cuando más desprevenido estuviera. El pánico crecía minuto a minuto.
Se apresuró a terminar el capítulo en el que había quedado, interrumpiendo su lectura a cada renglón para cerciorarse, con el rabillo del ojo, que aún estaba a salvo.
Una vez cerrado el libro, lo guardó en el cajón de la mesita de luz, no sin antes rezar por que la bestia no lo tomara por asalto en el intento.
Salió de su aposento y, cerrando la puerta tras de sí para que nada lo persiguiera, se dirigió al cuarto de baño. En el camino, su hermana lo vio y  lo notó un tanto nervioso y un poco asustado. Le preguntó qué era lo que sucedía pero, como era de esperarse viniendo de Augusto, no obtuvo respuesta alguna.
Ya en el baño, cuando hubo terminado de cepillarse los dientes, se paró frente al espejo y se avergonzó de sí mismo. Se preguntó por qué era él quien debía sufrir aquel castigo, qué había hecho para merecer tal infortunio. Una lágrima recorrió su mejilla derecha y cayó para perderse en el desagüe junto con sus ganas de vivir. Secó sus manos, secó su rostro y salió a la tenue oscuridad del pasillo.
La luz de la luna entraba por una pequeña ventana e iluminaba la puerta de la habitación, al final del largo corredor, remarcándola con un fuerte blanco estival. Caminó lentamente, casi como en reversa, parecido a lo que debe sentir alguien que camina hacia la silla eléctrica. En la penumbra, se puso a analizar los patrones que formaban las viejas baldosas en el piso, eran hermosos y nunca los había notado hasta ese momento, sintió pena.
Cuando estuvo frente a la puerta, puso su mano sobre la vieja y oxidada perilla y comenzó a girarla con cuidado.
-¡¿Qué pasa?! ¡¿Está el hombre de la bolsa adentro?! –le dijo sorpresivamente su hermana mientras lo tomaba por el hombro.
-¡Salí de acá, pendeja! –Respondió Augusto, sobresaltado.
Más tembloroso que antes por la inesperada interrupción, abrió la puerta. La luz proveniente de la lámpara arqueada invadió el pasillo y le transmitió cierta calma, pero no seguridad. Ingresó a la habitación y comenzó a ponerse su ropa de dormir, presuroso, se puso el pantalon rayado del pijama y luego la parte de arriba, abotonada hasta el cuello.
En el momento en que estaba abriendo la cama para meterse, la sintió, casi como un beso proveniente del inframundo, rozándole su nuca. El escalofrío se apoderó de todo su cuerpo, dejándolo en un estado casi catatónico. La sangre comenzaba a correr más lentamente.
Díjose a sí mismo que no podía seguir más así, que su cabeza iba a explotar si no acababa con su miedo de una vez por todas. Reaccionó. Miró con violencia uno de los barrotes metálicos que formaban la estructura de la cabecera de su cama, el cual estaba flojo, y lo arrancó de cuajo. Enajenado, fue en busca de su presa.
-¡Maldita hija de puta, te voy a drenar la sangre por el culo! –gritaba una y otra vez, combinando distintos tipos de blasfemias que jamás hubiera pensado que saldrían de su boca.
Blandiendo la improvisada lanza metálica por toda la habitación, perseguía a la pequeña bestia alada sin éxito alguno, su vuelo frenético hacía imposible un golpe certero y letal. Luego de varios minutos de un agobiante enfrentamiento, bajó la cabeza y se rindió frente a las posibilidades. Aquel ser lo perseguiría por el resto de sus días, pensó. Lo atormentaría día y noche porque ese era su único propósito en esta vida, hacer de la suya un infierno.
Con los hombros caídos y las rodillas a punto de ceder el peso de su cuerpo, levantó la cabeza y la vió: quieta, tiesa, casi solemne sobre la cúpula de la lámpara metálica. Poseído por la ira y la desidia, levantó su arma y, con un salvajismo inusitado en él, atinó a asestarle con inclemencia el golpe de gracia -el único golpe, en realidad- y terminar con todo.
El shock fue instantáneo. Una descarga eléctrica que hubiera matado a un elefante recorrió todo el barrote, llegando a su cuerpo y extirpando en un instante la vida del mismo. Tendido sobre el viejo y astillado piso de madera, el cadáver escenificaba lo que había sido una batalla que estaba pérdida mucho tiempo antes de siquiera haber comenzado.
A la mañana siguiente, cuando las luces del alba hubieron bañado por completo la habitación, la madre de Augusto entró al cuarto para llamarlo a desayunar como de costumbre. La imagen invadió su esencia hasta lo más profundo, quebrándola en un llanto inconsolable mientras la hermana se acercaba con temor por el pasillo para ver lo sucedido.
Sus vidas también se quedaron allí, estancadas en el limbo del horror, de la desesperación, del hecho consumado de la muerte del cual no hay retorno.
Con insolente premura, lo único que salió ileso de aquel pequeño pedazo del averno en que se había transformado la habitación, fue la asquerosa y repulsiva figura endemoniada de la polilla, oscilando por el aire de un lado al otro, sin rumbo fijo.

27 de septiembre de 2014

Uno


Allí me detuve, otra vez, en el espacio donde se acumulan los pensamientos. Donde los recuerdos viven y se alimentan de angustia, de pesar. Me detuve a rememorar mientras la lóbrega oscuridad de la noche asomaba tras los vidrios y se posaba con inquietante tesura sobre mi mollera.
Sentí otra vez el calor de tu alma, de tu fuego resplandeciente sobre la llanura de mi ser. Pensé en ser uno, como nunca lo fuimos, como una vez lo intentamos.
Abrí mis párpados y, dormido, dibujé con estupor nuestras alas, abiertas y llenas de vigor, brillando bajo el amarillento cielo de la incertidumbre.
Imaginé nuestros impulsos fluyendo contra las incipientes excusas del pasado. Soñé. Nos amábamos, tan inescrupulosamente que nuestros cuerpos se deshacían como polvo estelar y se rehacían al chocar en el violento vendaval de la lujuria desenfrenada.
Tendido sobre mis sábanas (las nuestras), desenterré los más preciados tesoros que las arenas del subconsciente pueden esconder; como admirarte a cada instante sin reparo ni pudor, como dejar que nuestras palmas se fundan bajo la estela de la locura. Que nuestros labios se encarnen en el maremoto de la eufórica e insaciable necedad del alma.
Soñé (¿o recordé?) que la estrellas brillaban al son de la alegría descubierta con cada abrazo. Que los planetas se alineaban tal cual se ordenaban nuestras fatídicas sensaciones, nuestras pintorescas pero fútiles emociones.
Rogué despertar de aquella delirante e inquietante fantasía. Me encontraba como un marinero que escucha el canto de las sirenas, demasiado lejos como para verlas, demasiado cerca como para escapar. Supliqué al dios de los sueños que me permitiera volver, reencontrarme en mi aposento, pero me dijo que ya era demasiado tarde, que serían las luces del alba tras los vidrios las que traerían consigo la cordura que buscaba.
Y ya sin otro remedio más que la sumisión, me entregué de nuevo al poder de lo irreal. Tus tentadores ojos se posaron frente a mí como dos luciérnagas en medio de un campo de trigo, iluminando la oscuridad reinante, espantando los monstruos acechantes. Y allí permanecieron, protegiéndome como siempre supieron hacerlo.
Al despertar resultó difícil distinguir la línea que separaba un mundo de otro, el puente que unía los extremos, pero en ambos lados el deseo reinante era uno.
Nunca rezo, pero ese día me levanté de rodillas. Con mi cabeza gacha y mis manos entrelazadas, imploré y rogué. Imploré como lo hace alguien que no acostumbra a suplicar, imploré como alguien que no tiene otra opción. Rogué por que el tiempo nos convocara de nuevo, en algún momento, de imprevisto. Supliqué, de manera vergonzosa, por saborear el labial frutal que bañaba cada día tus labios. Por descansar nuevamente junto a la sedosa frescura de tu piel; por hoy y por siempre, juntos, unidos como uno.