17 de octubre de 2014

El ruiseñor

Era la calle, las copas de los árboles vistas desde arriba, la insignificante imagen de la humanidad que le devolvía el mundo diecisiete pisos bajo sus pies y aquellas tardes para apreciar un atardecer anaranjado lo que le daban valor, valor para seguir adelante, para no rendirse.
Y el balcón, su inmaculado recinto flotante, tan lejos del cielo como para desearlo, lo suficientemente cerca como para sentirlo. Había reemplazado los hierros que formaban la baranda por unos finos cristales casi invisibles. Nada escapaba de su vista.
Unos pisos más abajo, cruzando la calle empedrada que los separaba, estaba ella. La podía ver tomando sus largas y laboriosas duchas mientras el vapor emergía por la ventana del baño. La veía secar su ondulado cabello castaño con la toalla más blanca y suave que cualquier imaginación pudiera concebir. Y él disfrutaba. Disfrutaba más ese precioso espectáculo de la intimidad que cruzarla en la parada del colectivo a centímetros o tenerla delante de él en la fila del almacén. Disfrutaba porque la podía ver distraída de sí, desnudando no solo su cuerpo, sino su naturaleza. Y él la veía siendo él mismo, sin máscaras, sin disfraces. Surreal espectáculo para un dios aburrido de tanta miseria.
Un mar de aire entre medio y mil dudas por aclarar.
El balcón, hizo de aquel espacio su templo y a la muchacha ojos de café y cabello ondulado, su diosa. Comenzó a venerarla religiosamente, todas y cada una de las tardes de cielo anaranjado y de vapor blanco, en silencio.
Y la cúpula celeste se vistió una vez más, con destellos de una luz esencial y pinceladas de rayos anaranjados en toda su extensión. Pero él, hipnotizado, en trance una vez más por la función que se desenvolvía frente a sus pupilas, omitió advertir la presencia de un pequeño ruiseñor que se había posado sobre la fina barrera de cristal que lo separaba del abismo. El inmaculado bípedo extendió sus alas, abrió su estilizado pico y, con gran afinación, emitió los primeros acordes de su canto. Ambos lo oyeron y, como si hubiera sido un mensaje divino, los dos se voltearon con el guiño celestial. Ella desde el baño y él en su templo.
Para ella fue inevitable notar su presencia. Sin querer, había violado con su mirada la impenetrable seguridad que le daba el anonimato al sagrado balcón y lo vio. Por primera vez notó su existencia y supo inmediatamente que era observada. Un instante de iluminación que revela el dolor de un espíritu contrito y apenado. Y él, él los pudo sentir, sus ojos que asomaban tras el espeso vapor blanco, profanando su observatorio de cristal. Se levantó exasperado y entró a la casa ante la atenta mirada de su diosa.
Y ya nada fue igual.
Para él no era enamoramiento, era obsesión, una obsesión que ya no podría satisfacer. Los días siguientes la ventana no emitió vapor alguno. Cerrada, tras sus vidrios esmerilados, solo se podía ver algo de luz por las noches.
Las semanas se fueron una tras otra, los atardeceres se volvieron pesados, grises, la incertidumbre adornaba el crepúsculo de sus días. Sin embargo esperaba. Esperaba paciente, sumido en el más terrible de los confinamientos, poder verla otra vez.
Un altar vacío, un templo olvidado. Noches de almohadas que guardan secretos y sábanas que esconden vergüenzas.
Y llegó el otoño y con él, el suave y delicado viento que se lleva las marchitas hojas de sus ramas. Las copas de los árboles bajo el balcón no eran ya más que enredadas interrupciones y estorbos en el paisaje frío y desolado de aquella triste calle de la ciudad. Y en la ventana vidrios, vidrios como barreras, vidrios como muros, como fortalezas que separan la agonía de la redención.
La textura que formaban los adoquines se esfumaba poco a poco a la percepción de sus sentidos y caminar sobre ellos se le había vuelto más una costumbre que un placer.
Pero pasaron los meses y llegó el invierno, trayendo consigo una renovada ilusión. La nieve cayó, cubriendo por completo las flores que decoraban el centro de su abandonado refugio transparente. Y con la nieve, ella.
El ruido del marco de madera de la ventana crujió a lo largo de todo el mar de aire entre ellos, retumbando hasta lo más profundo de sus oídos, convocándolo al encuentro.
Apoyado en el cristal, extendió la mano para atrapar unos copos de nieve, mientras que del otro lado, una mano se extendía por una ventana para atrapar copos de nieve. Un espejo, uno que guardaba en sus reflejos las tenebrosas fantasías de una mente incomprendida, las llamas de un ardor interno que ilustraba las pasiones de una mente solitaria, abandonada en una isla, mezcla de arena y olvido. Locura que el corazón necesita como la misma sangre que bombea en cada latido.
Y salieron. Los copos caían con el típico movimiento de un banco de peces en un arrecife cristalino, bailando de lado a lado, como vaivenes de un destino incierto e ineludible. En el medio, el empedrado casi oculto por la blancura dibujaba el sendero que habían de recorrer y no podían.
Magia. Meses de ausencia y soledad, meses de un santuario olvidado que pasó a ser un lugar prohibido. Meses de una ventana que no respiró ni para exhalar el húmedo vapor que guardaba en sus entrañas. Magia, la indecible fantasía de una nieve que disipó esos meses como si de polvo se tratara.
Los dos, frente a frente, y en el centro de la escena un ruiseñor. Delicado y armonioso, se posó sobre la iridiscente materia que cubría el empedrado, invitándolos a unirse en un desesperado y alocado grito de libertad. Magia. Y caminaron. Bajar el bordillo de la vereda se sentía como conducir a ciegas por un laberinto minado. Pero la magia, omnipresente, tiraba de los hilos en una obra que vislumbraba ya su final. Llegando al centro de la calle, se agacharon y tomaron al ave con delicadeza. Le dieron impulso y comenzó a revolotear bajo la nieve, girando en círculos sobre sus cabezas.
Él la miró como lo que era, su única chance de redención, pues los pecados de su vida, aunque lavados, lo acompañarían por siempre. Ella lo miró como lo que entendía, un alma en pena que se desdibujaría en el agujero negro del tiempo si no lo salvaba.
Se tomaron de las manos mientras el cielo los bañaba con su blanca bendición. Un color descolorido que haría tangible lo improbable. Unieron y entrelazaron sus dedos, moldeándose, dándose forma como las manos del alfarero hacen del barro una vasija, así se hicieron el uno al otro.
Y se fundieron en un profundo gemido gutural. Como el mar y la sal, inseparables, unidas la obsesión y la cordura en una violenta ráfaga de magia blanca. La calle vacía atestiguaba la consumación de un amor que no necesitaba palabras o explicaciones para ser real.
Una estela de luz ascendió con el ave que la envolvía en una espiral infinita y se perdió entre las nubes. La nevada cesó. Los rayos de Febo atravesaron las espesuras que cubrían la Tierra y comenzaron a teñir un anaranjado atardecer que se filtraba despacio tras las cristalinas paredes del santuario flotante.

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