27 de septiembre de 2014

Uno


Allí me detuve, otra vez, en el espacio donde se acumulan los pensamientos. Donde los recuerdos viven y se alimentan de angustia, de pesar. Me detuve a rememorar mientras la lóbrega oscuridad de la noche asomaba tras los vidrios y se posaba con inquietante tesura sobre mi mollera.
Sentí otra vez el calor de tu alma, de tu fuego resplandeciente sobre la llanura de mi ser. Pensé en ser uno, como nunca lo fuimos, como una vez lo intentamos.
Abrí mis párpados y, dormido, dibujé con estupor nuestras alas, abiertas y llenas de vigor, brillando bajo el amarillento cielo de la incertidumbre.
Imaginé nuestros impulsos fluyendo contra las incipientes excusas del pasado. Soñé. Nos amábamos, tan inescrupulosamente que nuestros cuerpos se deshacían como polvo estelar y se rehacían al chocar en el violento vendaval de la lujuria desenfrenada.
Tendido sobre mis sábanas (las nuestras), desenterré los más preciados tesoros que las arenas del subconsciente pueden esconder; como admirarte a cada instante sin reparo ni pudor, como dejar que nuestras palmas se fundan bajo la estela de la locura. Que nuestros labios se encarnen en el maremoto de la eufórica e insaciable necedad del alma.
Soñé (¿o recordé?) que la estrellas brillaban al son de la alegría descubierta con cada abrazo. Que los planetas se alineaban tal cual se ordenaban nuestras fatídicas sensaciones, nuestras pintorescas pero fútiles emociones.
Rogué despertar de aquella delirante e inquietante fantasía. Me encontraba como un marinero que escucha el canto de las sirenas, demasiado lejos como para verlas, demasiado cerca como para escapar. Supliqué al dios de los sueños que me permitiera volver, reencontrarme en mi aposento, pero me dijo que ya era demasiado tarde, que serían las luces del alba tras los vidrios las que traerían consigo la cordura que buscaba.
Y ya sin otro remedio más que la sumisión, me entregué de nuevo al poder de lo irreal. Tus tentadores ojos se posaron frente a mí como dos luciérnagas en medio de un campo de trigo, iluminando la oscuridad reinante, espantando los monstruos acechantes. Y allí permanecieron, protegiéndome como siempre supieron hacerlo.
Al despertar resultó difícil distinguir la línea que separaba un mundo de otro, el puente que unía los extremos, pero en ambos lados el deseo reinante era uno.
Nunca rezo, pero ese día me levanté de rodillas. Con mi cabeza gacha y mis manos entrelazadas, imploré y rogué. Imploré como lo hace alguien que no acostumbra a suplicar, imploré como alguien que no tiene otra opción. Rogué por que el tiempo nos convocara de nuevo, en algún momento, de imprevisto. Supliqué, de manera vergonzosa, por saborear el labial frutal que bañaba cada día tus labios. Por descansar nuevamente junto a la sedosa frescura de tu piel; por hoy y por siempre, juntos, unidos como uno.

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