Habían pasado ya varios minutos de la hora indicada cuando
la vi asomarse tras el muro que bloqueaba la esquina. La lluvia era intensa y,
aún con la poca luz que ofrecían aquellos faroles en la noche, podía ver, a la
distancia, su rimel corrido sobre sus redondeados pómulos. Se acercó
lentamente, con cuidado de no romper sus tacos al pisar los adoquines del
camino que la conducían hacia mí.
Cuando estuvo a una distancia prudente detuvo su marcha.
Dejome que la observara tras la cortina de lluvia que nos dividía. Sobria. Esa
era la palabra que habría elegido en ese momento si la hubiera tenido que
definir.
Me miró como esperando algo, se giró hacia su derecha y se
apoyó sobre la baranda que separaba el camino del río. Me acerqué. Coloqué mi
mano sobre la mojada barra metálica y la deslicé hacia la suya con suavidad. Y
cuando estuvieron una sobre la otra, la tomé gentilmente por la cintura.
Sonrió.
Recuerdo que mi cigarrillo se había apagado hacía ya largo
rato a causa de la tormenta, pero en ese momento volví a sentir el olor a humo.
Creo que fue una señal, quizá solo una alucinación. Algo ardía dentro de los
dos y ambos lo sabíamos, aunque callábamos.
“-No puedo” -me susurró al oído. “-Lo sé” -contesté
gravemente. Una lágrima bajaba por mi rostro, escondida entre las aguas que
caían del cielo.
Me tomó de las dos manos y me dio un beso en la mejilla que
habrá durado unos tres segundos. Los segundos más puros y sinceros que vivimos.
Me dejó su lápiz labial marcado en el rostro como si yo fuera ganado de su
propiedad. Eventualmente se diluyó bajo la lluvia como mis ilusiones.
Cuando finalmente me soltó las manos, buscó en su bolsillo
izquierdo y tomó una pequeña flor de jazmín que le había dado el día que nos
conocimos; la apreció por última vez antes de arrojarla al río. No atiné a
preguntarle por qué hizo eso, simplemente me quedé asombrado de que la hubiera
guardado hasta ese momento. Me miró de nuevo a los ojos y con una sonrisa de
resignación se dio media vuelta y volvió por donde vino. Caminando despacio,
con cuidado de no romper sus altos y elegantes tacos. La observé hasta que
desapareció tras el muro y nunca supe más nada de ella.
Cuando llegué a casa me recosté y pensé en todo lo que me
había significado aquel momento, aquella despedida, tan dolorosa como perfecta.
Metí las manos en los bolsillos de mi abrigo y ahí la sentí. Tan suave, tan
viva, tan blanca. La flor de jazmín más hermosa que haya visto jamás. No sé ni
traté de saber en qué momento la colocó, simplemente disfruté de haberla
encontrado.
La ubiqué en el marco de la ventana sobre la cabecera de mi
cama de forma tal que su sombra se proyectara sobre la pared frente a mí.
Puedo jurar que no me dejó solo. Me dejó, pero no se fue,
aún la encuentro en mis recuerdos, aún me encuentra en sus recuerdos. Aquella
sombra danzante en la pared de mi cuarto puede dar fe de ello.
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