Solía pasar horas admirando el brillo de sus uñas recién
pintadas. Podía pasar tardes enteras practicando una sonrisa frente al espejo.
No tenía reparo en dejar sus labores de lado con tal de satisfacer esos
triviales deseos que la asfixiaban.
Y cuando ya no tenía en qué pensar, simplemente se
acurrucaba bajo las sábanas y esperaba que mi mano se paseara dulcemente por la
planicie de su rostro, dibujando formas imaginarias en sus mejillas, delatando
cada milímetro de perfección oculto en ella.
Pasaron los días, pasaron los meses y las estaciones, y el
hedor de los vicios tapaba ya el carmesí que fulguraban sus labios recién
pintados. “Una más, por favor”. Muletillas que se volvieron andadores orales.
Una frase que se repetía día tras día, hasta el hartazgo. Me convencí de que en
el cristalino elixir que la ataba encontraría finalmente la paz que tanto
necesitaba, pero creo que fue solo para hacerme creer que yo era incapaz de
hacer algo. “Una más, por favor”.
Llegaba ya la hora en que sus ojos se paseaban por sus
órbitas como ovejas sin pastor. Llegaba ya la hora en que mis hombros, agotados
por el fragor del oficio, debían hacer las veces de carro de carga.
Suavemente la trasladaba hacia su aposento mientras trataba
de no dejar caer su cabeza. Lograba expulsar unas palabras por su boca que eran
ininteligibles, aunque por el tono solo puedo deducir que eran de
agradecimiento.
A veces, simplemente no me permitía que la dejara sola y
debía pasar las noches allí, tendido junto a su cuerpo muerto en vida. Al despertarme,
solía encontrarla ya en su tocador, decorándose las uñas, dibujando nuevos
patrones sobre la punta de sus dedos que la hacían parecer menos cuerda de lo
que estaba.
No recuerdo (o quizá no quiera recordar) en este momento
cuál fue el motivo que me llevó a convertirme en su cantinero de preferencia,
en realidad, ni siquiera creo que venga al caso el por qué, simplemente
sucedió. “Una más, por favor”.
Y cuando terminaba de experimentar con sus esmaltes, se
dedicaba simplemente a saciar su vicio. Bajaba por las viejas y rechinantes
escaleras de madera que daban al salón principal cuando aún no había nadie,
buscando una gota que calmara el dolor de la ausencia provocada por una guerra
sin fin. O quizá era simplemente lo que ella entendía por “pan de cada día”.
A veces me gustaba pensar que yo era quien llenaba ese
vacío, que si algún día me lo proponía, realmente podría salvarla de sus
tormentos. Y así fue que se gestó, de a poco, un deseo en lo más profundo de mi
ser. Comencé a adorarla cada vez que la escuchaba. “Una más, por favor”.
Comencé a pasar más noches junto a ella, ya no necesitaba que me tirara del
brazo y me hiciera una de sus practicadas sonrisas para que me recostara a su lado.
Todavía recuerdo el olor a gin que emanaba cuando respiraba
bajo las sábanas de seda violeta, era como perfume para mi nariz. Era como si un ángel expulsado del cielo
buscara desesperadamente la redención y yo era el encargado de dársela. Y la besé. Un impulso, un
frenesí, un enredo de pasión que se desató frente a mis ojos. Frente a nuestros ojos.
Al despertar, sus uñas lucían despintadas. Lo recuerdo porque aún estaba a mi
lado, recostada sobre su brazo izquierdo, durmiendo como si hubiera pasado un
siglo en vigilia. Podía escuchar la calma que emitía cada inhalación, la
serenidad de cada exhalación, firmes, constantes, vitales. Y mientras el sol de la mañana asomaba ya por la resquebrajada ventana del cuarto, me dormí de nuevo,
sabiendo que, al menos por un momento, le dí paz.
Las causas de su deceso me parecen tan irrelevantes como
obvias, pero pensar en su funeral me transporta a una dimensión que desconozco,
me lleva a un limbo en donde solo clamo por salir, por liberarme una vez más.
“Una más, por favor”. Palabras que ahora solo me causan amargura. Mis hombros
se sienten ahora más cansados con la carga de su ausencia. Mis manos están
ahora congeladas y ásperas sin el calor de su rostro. La ruina tocó finalmente
la puerta de mi atestado corazón.
Mi vida se volvió un círculo de sucesos sin sentido, sin
esperanza. Solo llena mi alma lo que vació su vida; transparente, brillante
tras el curvo y profundo cristal, perfecta, impiadosa. Solo calma mi dolor
ocupar por tiempos indefinidos su taburete favorito, acomodarme el cuello de la
camisa como si realmente me importara y, con mi magullada garganta, repetir vez
tras vez: “Una más, por favor”.
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