Una copa adorna la esquina olvidada de la
mesa, el vino en su interior tiñe la imagen de un espeso rojo oscuro y una mano
temblorosa se acerca para tomarla.
Rememora almuerzos en Atenas, besos en Marsella, paseos por Venecia y cenas en Milán. Reconstruye en su mente la Fontana di Trevi donde una moneda se durmió, hundida en el fondo, para suplicar a los dioses que aquella exquisitez del amor no tuviera punto final.
La copa se levanta, deambula por el aire, flota en círculos impulsada por una mano que busca acariciar, en el olvido, el rostro que una vez amó. En ella flotan los sueños diluidos y las esperanzas perdidas, el vino se estremece en su interior como revolviendo las memorias del pasado que está destinado a borrar.
Un abrazo que se extiende más de la cuenta y un beso que se escapa por el Támesis. Noches de Madrid, atardeceres de Paris. Si tan solo por un segundo despertara el dios de su letargo, cuanto dolor nos ahorraríamos.
Y Buenos Aires espera. Espera silenciosa mientras la copa baña los labios de un anciano que lo único que necesita es olvidar, que lo único que puede es recordar.
La última gota de tinto cayendo por el borde del cristal ilustra la noche de Viena en donde los dos amantes se dijeron basta, la noche de Roma en que la moneda fue sepultada por los cobrizos deseos de alguien más. La noche en que el amor se canso de luchar y Londres ardió de tristeza.
Y la copa descansa, vacía, en el rincón de una mesa que ya no presencia almuerzos bipartitos, en una mesa que ya no escucha las banales discusiones de dos que se adoran. Vacía de vino, llena de recuerdos ansiosos de ser olvidados.
Pero Buenos Aires espera. Espera silenciosa la noche en que los amantes decidan intentarlo nuevamente. Porque saben que la moneda, aunque hundida y sepultada, no ha dejado de brillar y que solo el tiempo puede volver a unir lo que el tiempo ha separado.
Rememora almuerzos en Atenas, besos en Marsella, paseos por Venecia y cenas en Milán. Reconstruye en su mente la Fontana di Trevi donde una moneda se durmió, hundida en el fondo, para suplicar a los dioses que aquella exquisitez del amor no tuviera punto final.
La copa se levanta, deambula por el aire, flota en círculos impulsada por una mano que busca acariciar, en el olvido, el rostro que una vez amó. En ella flotan los sueños diluidos y las esperanzas perdidas, el vino se estremece en su interior como revolviendo las memorias del pasado que está destinado a borrar.
Un abrazo que se extiende más de la cuenta y un beso que se escapa por el Támesis. Noches de Madrid, atardeceres de Paris. Si tan solo por un segundo despertara el dios de su letargo, cuanto dolor nos ahorraríamos.
Y Buenos Aires espera. Espera silenciosa mientras la copa baña los labios de un anciano que lo único que necesita es olvidar, que lo único que puede es recordar.
La última gota de tinto cayendo por el borde del cristal ilustra la noche de Viena en donde los dos amantes se dijeron basta, la noche de Roma en que la moneda fue sepultada por los cobrizos deseos de alguien más. La noche en que el amor se canso de luchar y Londres ardió de tristeza.
Y la copa descansa, vacía, en el rincón de una mesa que ya no presencia almuerzos bipartitos, en una mesa que ya no escucha las banales discusiones de dos que se adoran. Vacía de vino, llena de recuerdos ansiosos de ser olvidados.
Pero Buenos Aires espera. Espera silenciosa la noche en que los amantes decidan intentarlo nuevamente. Porque saben que la moneda, aunque hundida y sepultada, no ha dejado de brillar y que solo el tiempo puede volver a unir lo que el tiempo ha separado.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario