Allí me detuve, otra vez, en el espacio donde se acumulan los pensamientos.
Donde los recuerdos viven y se alimentan de angustia, de pesar. Me detuve a
rememorar mientras la lóbrega oscuridad de la noche asomaba tras los vidrios y
se posaba con inquietante tesura sobre mi mollera.
Sentí otra vez el calor de tu alma, de tu fuego resplandeciente sobre la
llanura de mi ser. Pensé en ser uno, como nunca lo fuimos, como una vez lo
intentamos.
Abrí mis párpados y, dormido, dibujé con estupor nuestras alas,
abiertas y llenas de vigor, brillando bajo el amarillento cielo de la
incertidumbre.
Imaginé nuestros impulsos fluyendo contra las incipientes excusas del
pasado. Soñé. Nos amábamos, tan inescrupulosamente que nuestros cuerpos se
deshacían como polvo estelar y se rehacían al chocar en el violento vendaval de
la lujuria desenfrenada.
Tendido sobre mis sábanas (las nuestras), desenterré los más preciados tesoros que las arenas del subconsciente pueden esconder; como admirarte a cada instante sin reparo ni pudor, como dejar que nuestras palmas se fundan bajo la estela de la locura. Que nuestros labios se encarnen en el maremoto de la eufórica e insaciable necedad del alma.
Tendido sobre mis sábanas (las nuestras), desenterré los más preciados tesoros que las arenas del subconsciente pueden esconder; como admirarte a cada instante sin reparo ni pudor, como dejar que nuestras palmas se fundan bajo la estela de la locura. Que nuestros labios se encarnen en el maremoto de la eufórica e insaciable necedad del alma.
Soñé (¿o recordé?) que la estrellas brillaban al son de la alegría descubierta
con cada abrazo. Que los planetas se alineaban tal cual se ordenaban nuestras
fatídicas sensaciones, nuestras pintorescas pero fútiles emociones.
Rogué despertar de aquella delirante e inquietante fantasía. Me
encontraba como un marinero que escucha el canto de las sirenas, demasiado
lejos como para verlas, demasiado cerca como para escapar. Supliqué al dios de
los sueños que me permitiera volver, reencontrarme en mi aposento, pero me dijo
que ya era demasiado tarde, que serían las luces del alba tras los vidrios las
que traerían consigo la cordura que buscaba.
Y ya sin otro remedio más que la sumisión, me entregué de nuevo al
poder de lo irreal. Tus tentadores ojos se posaron frente a mí como dos
luciérnagas en medio de un campo de trigo, iluminando la oscuridad reinante,
espantando los monstruos acechantes. Y allí permanecieron, protegiéndome como
siempre supieron hacerlo.
Al despertar resultó difícil distinguir la línea que separaba un mundo
de otro, el puente que unía los extremos, pero en ambos lados el deseo reinante
era uno.
Nunca rezo, pero ese
día me levanté de rodillas. Con mi cabeza gacha y mis manos entrelazadas,
imploré y rogué. Imploré como lo hace alguien que no acostumbra a suplicar,
imploré como alguien que no tiene otra opción. Rogué por que el tiempo nos
convocara de nuevo, en algún momento, de imprevisto. Supliqué, de manera vergonzosa,
por saborear el labial frutal que bañaba cada día tus labios. Por descansar
nuevamente junto a la sedosa frescura de tu piel; por hoy y por siempre, juntos,
unidos como uno.