Se podría decir que rayaba lo insoportable, se pasaba de ridículo, de sin
sentido. El terror que le provocaba aquel invertebrado hacía de su existencia
un suplicio. Oculto como fantasma en las tinieblas, rápido y escurridizo como
espectro en la oscuridad. Su mente no lo soportaría por mucho tiempo más.
Decíanle todo el tiempo que no había motivo lógico o justificable para
sentirse así, pero no lo podía evitar, era más fuerte que su voluntad, lo
doblegaba hasta el último rincón de su humanidad.
Solía ser en las cálidas noches de verano cuando aquella silenciosa, y a la
vez crepitante presencia, venía a su encuentro; fue en una de estas que el
horror llegó a aquel humilde y antiguo caserón.
Encontrábase Augusto en su cuarto, sentado en su sillón de tela de
arpillera, leyendo bajo el gran velador metálico y arqueado, cuya lámpara
pendía sobre su cabeza cual espada de Damocles, cuando la bestia se apareció.
Sedienta de luz, la criatura se desplazó con su característico vuelo irregular
hacia la bombilla, proyectando así su sombra en la gran pared de color musgo
que el desafortunado Augusto tenía frente a sí. La expresión de horror en su
rostro al ver la estremecedora forma bañando toda la pared y dejando en
penumbras la mitad de la habitación, fue inenarrable. Podía ver cómo la figura
se desplazaba lentamente, con sigilo, oscureciendo todo a su paso, dejando
invisibles las líneas del libro por las que intentaba pasear su mirada. Pudo
sentir el frío característico del miedo subiendo por su espina dorsal,
paralizándolo, dejándolo indefenso, petrificado. Cerró los ojos, procurando
espantar así al demonio. Contó hasta diez, como le había enseñado su madre
cuando tenía no más de siete u ocho años de edad. Abrió los ojos. Aquella
sombra tenebrosa, amenazante, portadora de todo lo malo que su mundo conocía,
había desaparecido.
No sabía si sentir alivio o más terror, pues ahora la había perdido de
vista y podría atacarlo por sorpresa, cuando más desprevenido estuviera. El
pánico crecía minuto a minuto.
Se apresuró a terminar el capítulo en el que había quedado, interrumpiendo
su lectura a cada renglón para cerciorarse, con el rabillo del ojo, que aún
estaba a salvo.
Una vez cerrado el libro, lo guardó en el cajón de la mesita de luz, no sin
antes rezar por que la bestia no lo tomara por asalto en el intento.
Salió de su aposento y, cerrando la puerta tras de sí para que nada lo
persiguiera, se dirigió al cuarto de baño. En el camino, su hermana lo vio
y lo notó un tanto nervioso y un
poco asustado. Le preguntó qué era lo que sucedía pero, como era de esperarse
viniendo de Augusto, no obtuvo respuesta alguna.
Ya en el baño, cuando hubo terminado de cepillarse los dientes, se paró
frente al espejo y se avergonzó de sí mismo. Se preguntó por qué era él quien
debía sufrir aquel castigo, qué había hecho para merecer tal infortunio. Una
lágrima recorrió su mejilla derecha y cayó para perderse en el desagüe junto
con sus ganas de vivir. Secó sus manos, secó su rostro y salió a la tenue oscuridad
del pasillo.
La luz de la luna entraba por una pequeña ventana e iluminaba la puerta de
la habitación, al final del largo corredor, remarcándola con un fuerte blanco
estival. Caminó lentamente, casi como en reversa, parecido a lo que debe sentir
alguien que camina hacia la silla eléctrica. En la penumbra, se puso a analizar
los patrones que formaban las viejas baldosas en el piso, eran hermosos y nunca
los había notado hasta ese momento, sintió pena.
Cuando estuvo frente a la puerta, puso su mano sobre la vieja y oxidada
perilla y comenzó a girarla con cuidado.
-¡¿Qué pasa?! ¡¿Está el hombre de la bolsa adentro?! –le dijo
sorpresivamente su hermana mientras lo tomaba por el hombro.
-¡Salí de acá, pendeja! –Respondió Augusto, sobresaltado.
Más tembloroso que antes por la inesperada interrupción, abrió la puerta.
La luz proveniente de la lámpara arqueada invadió el pasillo y le transmitió
cierta calma, pero no seguridad. Ingresó a la habitación y comenzó a ponerse su
ropa de dormir, presuroso, se puso el pantalon rayado del pijama y luego la
parte de arriba, abotonada hasta el cuello.
En el momento en que estaba abriendo la cama para meterse, la sintió, casi
como un beso proveniente del inframundo, rozándole su nuca. El escalofrío se
apoderó de todo su cuerpo, dejándolo en un estado casi catatónico. La sangre
comenzaba a correr más lentamente.
Díjose a sí mismo que no podía seguir más así, que su cabeza iba a explotar
si no acababa con su miedo de una vez por todas. Reaccionó. Miró con violencia
uno de los barrotes metálicos que formaban la estructura de la cabecera de su
cama, el cual estaba flojo, y lo arrancó de cuajo. Enajenado, fue en busca de
su presa.
-¡Maldita hija de puta, te voy a drenar la sangre por el culo! –gritaba una
y otra vez, combinando distintos tipos de blasfemias que jamás hubiera pensado
que saldrían de su boca.
Blandiendo la improvisada lanza metálica por toda la habitación, perseguía
a la pequeña bestia alada sin éxito alguno, su vuelo frenético hacía imposible
un golpe certero y letal. Luego de varios minutos de un agobiante
enfrentamiento, bajó la cabeza y se rindió frente a las posibilidades. Aquel
ser lo perseguiría por el resto de sus días, pensó. Lo atormentaría día y noche
porque ese era su único propósito en esta vida, hacer de la suya un infierno.
Con los hombros caídos y las rodillas a punto de ceder el peso de su
cuerpo, levantó la cabeza y la vió: quieta, tiesa, casi solemne sobre la cúpula
de la lámpara metálica. Poseído por la ira y la desidia, levantó su arma y, con
un salvajismo inusitado en él, atinó a asestarle con inclemencia el golpe de
gracia -el único golpe, en realidad- y terminar con todo.
El shock fue instantáneo. Una descarga eléctrica que hubiera matado a un
elefante recorrió todo el barrote, llegando a su cuerpo y extirpando en un
instante la vida del mismo. Tendido sobre el viejo y astillado piso de madera,
el cadáver escenificaba lo que había sido una batalla que estaba pérdida mucho
tiempo antes de siquiera haber comenzado.
A la mañana siguiente, cuando las luces del alba hubieron bañado por completo la
habitación, la madre de Augusto entró al cuarto para llamarlo a desayunar como
de costumbre. La imagen invadió su esencia hasta lo más profundo, quebrándola
en un llanto inconsolable mientras la hermana se acercaba con temor por el
pasillo para ver lo sucedido.
Sus vidas también se quedaron allí, estancadas en el limbo del horror, de
la desesperación, del hecho consumado de la muerte del cual no hay retorno.
Con insolente premura, lo único que salió ileso de aquel pequeño pedazo del
averno en que se había transformado la habitación, fue la asquerosa y repulsiva
figura endemoniada de la polilla, oscilando por el aire de un lado al otro, sin
rumbo fijo.