23 de octubre de 2014

La orilla silenciosa



En la orilla donde las palabras se quedan estancadas, donde los miedos afloran y la inseguridad se hace carne, allí me paro, y todo para verte de cerca. Tus labios bailan al son de tu voz y le dan vida a tu rostro mientras yo, atento, escucho. Escucho y trato de encontrar la combinación perfecta de palabras para decirte lo único que en verdad tengo para decir: "te quiero", "te necesito"
En algún lugar alguien la encontró pero no tiene quien la escuche, en alguna otra orilla, alguien se encarna las uñas en el cráneo en busca del coraje para decirla. Miles de universos, miles de puertas esperando ser abiertas, miles de caminos al mismo lugar.
Mandíbulas que tiemblan y pies que vacilan, miradas que se esquivan y manos sudorosas, todo y todos en la orilla infinita.
Pero vos estas acá, junto a mí, y yo me quedo sin palabras para decirte lo único que quiero que sepas, lo único que me interesa que sepas: "Te amo", "No puedo estar sin vos".

17 de octubre de 2014

Verde sueño

Vago en un sueño de incierto despertar. El olor de las rosas invoca tu nombre y, en el cenit de la mañana, tu cadera se cierne sobre los delicados pastos que alfombran mi adormecimiento.
Altiva como los laureles que reposan sobre la mollera de los dioses está tu figura. Y en cuanto a mí, todo es irreal, todo tiene un oscuro tinte de crudeza onírica. Pero solo hasta la primera sonrisa que nos guíe hacia el último de los besos que nos prometimos sin hablar.

El ruiseñor

Era la calle, las copas de los árboles vistas desde arriba, la insignificante imagen de la humanidad que le devolvía el mundo diecisiete pisos bajo sus pies y aquellas tardes para apreciar un atardecer anaranjado lo que le daban valor, valor para seguir adelante, para no rendirse.
Y el balcón, su inmaculado recinto flotante, tan lejos del cielo como para desearlo, lo suficientemente cerca como para sentirlo. Había reemplazado los hierros que formaban la baranda por unos finos cristales casi invisibles. Nada escapaba de su vista.
Unos pisos más abajo, cruzando la calle empedrada que los separaba, estaba ella. La podía ver tomando sus largas y laboriosas duchas mientras el vapor emergía por la ventana del baño. La veía secar su ondulado cabello castaño con la toalla más blanca y suave que cualquier imaginación pudiera concebir. Y él disfrutaba. Disfrutaba más ese precioso espectáculo de la intimidad que cruzarla en la parada del colectivo a centímetros o tenerla delante de él en la fila del almacén. Disfrutaba porque la podía ver distraída de sí, desnudando no solo su cuerpo, sino su naturaleza. Y él la veía siendo él mismo, sin máscaras, sin disfraces. Surreal espectáculo para un dios aburrido de tanta miseria.
Un mar de aire entre medio y mil dudas por aclarar.
El balcón, hizo de aquel espacio su templo y a la muchacha ojos de café y cabello ondulado, su diosa. Comenzó a venerarla religiosamente, todas y cada una de las tardes de cielo anaranjado y de vapor blanco, en silencio.
Y la cúpula celeste se vistió una vez más, con destellos de una luz esencial y pinceladas de rayos anaranjados en toda su extensión. Pero él, hipnotizado, en trance una vez más por la función que se desenvolvía frente a sus pupilas, omitió advertir la presencia de un pequeño ruiseñor que se había posado sobre la fina barrera de cristal que lo separaba del abismo. El inmaculado bípedo extendió sus alas, abrió su estilizado pico y, con gran afinación, emitió los primeros acordes de su canto. Ambos lo oyeron y, como si hubiera sido un mensaje divino, los dos se voltearon con el guiño celestial. Ella desde el baño y él en su templo.
Para ella fue inevitable notar su presencia. Sin querer, había violado con su mirada la impenetrable seguridad que le daba el anonimato al sagrado balcón y lo vio. Por primera vez notó su existencia y supo inmediatamente que era observada. Un instante de iluminación que revela el dolor de un espíritu contrito y apenado. Y él, él los pudo sentir, sus ojos que asomaban tras el espeso vapor blanco, profanando su observatorio de cristal. Se levantó exasperado y entró a la casa ante la atenta mirada de su diosa.
Y ya nada fue igual.
Para él no era enamoramiento, era obsesión, una obsesión que ya no podría satisfacer. Los días siguientes la ventana no emitió vapor alguno. Cerrada, tras sus vidrios esmerilados, solo se podía ver algo de luz por las noches.
Las semanas se fueron una tras otra, los atardeceres se volvieron pesados, grises, la incertidumbre adornaba el crepúsculo de sus días. Sin embargo esperaba. Esperaba paciente, sumido en el más terrible de los confinamientos, poder verla otra vez.
Un altar vacío, un templo olvidado. Noches de almohadas que guardan secretos y sábanas que esconden vergüenzas.
Y llegó el otoño y con él, el suave y delicado viento que se lleva las marchitas hojas de sus ramas. Las copas de los árboles bajo el balcón no eran ya más que enredadas interrupciones y estorbos en el paisaje frío y desolado de aquella triste calle de la ciudad. Y en la ventana vidrios, vidrios como barreras, vidrios como muros, como fortalezas que separan la agonía de la redención.
La textura que formaban los adoquines se esfumaba poco a poco a la percepción de sus sentidos y caminar sobre ellos se le había vuelto más una costumbre que un placer.
Pero pasaron los meses y llegó el invierno, trayendo consigo una renovada ilusión. La nieve cayó, cubriendo por completo las flores que decoraban el centro de su abandonado refugio transparente. Y con la nieve, ella.
El ruido del marco de madera de la ventana crujió a lo largo de todo el mar de aire entre ellos, retumbando hasta lo más profundo de sus oídos, convocándolo al encuentro.
Apoyado en el cristal, extendió la mano para atrapar unos copos de nieve, mientras que del otro lado, una mano se extendía por una ventana para atrapar copos de nieve. Un espejo, uno que guardaba en sus reflejos las tenebrosas fantasías de una mente incomprendida, las llamas de un ardor interno que ilustraba las pasiones de una mente solitaria, abandonada en una isla, mezcla de arena y olvido. Locura que el corazón necesita como la misma sangre que bombea en cada latido.
Y salieron. Los copos caían con el típico movimiento de un banco de peces en un arrecife cristalino, bailando de lado a lado, como vaivenes de un destino incierto e ineludible. En el medio, el empedrado casi oculto por la blancura dibujaba el sendero que habían de recorrer y no podían.
Magia. Meses de ausencia y soledad, meses de un santuario olvidado que pasó a ser un lugar prohibido. Meses de una ventana que no respiró ni para exhalar el húmedo vapor que guardaba en sus entrañas. Magia, la indecible fantasía de una nieve que disipó esos meses como si de polvo se tratara.
Los dos, frente a frente, y en el centro de la escena un ruiseñor. Delicado y armonioso, se posó sobre la iridiscente materia que cubría el empedrado, invitándolos a unirse en un desesperado y alocado grito de libertad. Magia. Y caminaron. Bajar el bordillo de la vereda se sentía como conducir a ciegas por un laberinto minado. Pero la magia, omnipresente, tiraba de los hilos en una obra que vislumbraba ya su final. Llegando al centro de la calle, se agacharon y tomaron al ave con delicadeza. Le dieron impulso y comenzó a revolotear bajo la nieve, girando en círculos sobre sus cabezas.
Él la miró como lo que era, su única chance de redención, pues los pecados de su vida, aunque lavados, lo acompañarían por siempre. Ella lo miró como lo que entendía, un alma en pena que se desdibujaría en el agujero negro del tiempo si no lo salvaba.
Se tomaron de las manos mientras el cielo los bañaba con su blanca bendición. Un color descolorido que haría tangible lo improbable. Unieron y entrelazaron sus dedos, moldeándose, dándose forma como las manos del alfarero hacen del barro una vasija, así se hicieron el uno al otro.
Y se fundieron en un profundo gemido gutural. Como el mar y la sal, inseparables, unidas la obsesión y la cordura en una violenta ráfaga de magia blanca. La calle vacía atestiguaba la consumación de un amor que no necesitaba palabras o explicaciones para ser real.
Una estela de luz ascendió con el ave que la envolvía en una espiral infinita y se perdió entre las nubes. La nevada cesó. Los rayos de Febo atravesaron las espesuras que cubrían la Tierra y comenzaron a teñir un anaranjado atardecer que se filtraba despacio tras las cristalinas paredes del santuario flotante.

16 de octubre de 2014

Reflejos

Me paro nuevamente entre los espejos, mil caminos reflejados hacia delante y hacia atrás, conduciendo todos al mismo lugar. Cerrado en un infinito espacio de una sola e infinita posibilidad. Y en el fondo tu espalda, firme siempre ante mis intenciones, doblegando la voluntad que me fue dada por obra y gracia demencial.
Ahora una sola cosa imploro, que entre tus espejos veas mi rostro, agotado de buscar, exhausto de amarte.    
Tira los dados, quiebra el espejo, rompe el hechizo y lanza la moneda.

8 de octubre de 2014

Fobia



Se podría decir que rayaba lo insoportable, se pasaba de ridículo, de sin sentido. El terror que le provocaba aquel invertebrado hacía de su existencia un suplicio. Oculto como fantasma en las tinieblas, rápido y escurridizo como espectro en la oscuridad. Su mente no lo soportaría por mucho tiempo más.
Decíanle todo el tiempo que no había motivo lógico o justificable para sentirse así, pero no lo podía evitar, era más fuerte que su voluntad, lo doblegaba hasta el último rincón de su humanidad.
Solía ser en las cálidas noches de verano cuando aquella silenciosa, y a la vez crepitante presencia, venía a su encuentro; fue en una de estas que el horror llegó a aquel humilde y antiguo caserón.
Encontrábase Augusto en su cuarto, sentado en su sillón de tela de arpillera, leyendo bajo el gran velador metálico y arqueado, cuya lámpara pendía sobre su cabeza cual espada de Damocles, cuando la bestia se apareció. Sedienta de luz, la criatura se desplazó con su característico vuelo irregular hacia la bombilla, proyectando así su sombra en la gran pared de color musgo que el desafortunado Augusto tenía frente a sí. La expresión de horror en su rostro al ver la estremecedora forma bañando toda la pared y dejando en penumbras la mitad de la habitación, fue inenarrable. Podía ver cómo la figura se desplazaba lentamente, con sigilo, oscureciendo todo a su paso, dejando invisibles las líneas del libro por las que intentaba pasear su mirada. Pudo sentir el frío característico del miedo subiendo por su espina dorsal, paralizándolo, dejándolo indefenso, petrificado. Cerró los ojos, procurando espantar así al demonio. Contó hasta diez, como le había enseñado su madre cuando tenía no más de siete u ocho años de edad. Abrió los ojos. Aquella sombra tenebrosa, amenazante, portadora de todo lo malo que su mundo conocía, había desaparecido.
No sabía si sentir alivio o más terror, pues ahora la había perdido de vista y podría atacarlo por sorpresa, cuando más desprevenido estuviera. El pánico crecía minuto a minuto.
Se apresuró a terminar el capítulo en el que había quedado, interrumpiendo su lectura a cada renglón para cerciorarse, con el rabillo del ojo, que aún estaba a salvo.
Una vez cerrado el libro, lo guardó en el cajón de la mesita de luz, no sin antes rezar por que la bestia no lo tomara por asalto en el intento.
Salió de su aposento y, cerrando la puerta tras de sí para que nada lo persiguiera, se dirigió al cuarto de baño. En el camino, su hermana lo vio y  lo notó un tanto nervioso y un poco asustado. Le preguntó qué era lo que sucedía pero, como era de esperarse viniendo de Augusto, no obtuvo respuesta alguna.
Ya en el baño, cuando hubo terminado de cepillarse los dientes, se paró frente al espejo y se avergonzó de sí mismo. Se preguntó por qué era él quien debía sufrir aquel castigo, qué había hecho para merecer tal infortunio. Una lágrima recorrió su mejilla derecha y cayó para perderse en el desagüe junto con sus ganas de vivir. Secó sus manos, secó su rostro y salió a la tenue oscuridad del pasillo.
La luz de la luna entraba por una pequeña ventana e iluminaba la puerta de la habitación, al final del largo corredor, remarcándola con un fuerte blanco estival. Caminó lentamente, casi como en reversa, parecido a lo que debe sentir alguien que camina hacia la silla eléctrica. En la penumbra, se puso a analizar los patrones que formaban las viejas baldosas en el piso, eran hermosos y nunca los había notado hasta ese momento, sintió pena.
Cuando estuvo frente a la puerta, puso su mano sobre la vieja y oxidada perilla y comenzó a girarla con cuidado.
-¡¿Qué pasa?! ¡¿Está el hombre de la bolsa adentro?! –le dijo sorpresivamente su hermana mientras lo tomaba por el hombro.
-¡Salí de acá, pendeja! –Respondió Augusto, sobresaltado.
Más tembloroso que antes por la inesperada interrupción, abrió la puerta. La luz proveniente de la lámpara arqueada invadió el pasillo y le transmitió cierta calma, pero no seguridad. Ingresó a la habitación y comenzó a ponerse su ropa de dormir, presuroso, se puso el pantalon rayado del pijama y luego la parte de arriba, abotonada hasta el cuello.
En el momento en que estaba abriendo la cama para meterse, la sintió, casi como un beso proveniente del inframundo, rozándole su nuca. El escalofrío se apoderó de todo su cuerpo, dejándolo en un estado casi catatónico. La sangre comenzaba a correr más lentamente.
Díjose a sí mismo que no podía seguir más así, que su cabeza iba a explotar si no acababa con su miedo de una vez por todas. Reaccionó. Miró con violencia uno de los barrotes metálicos que formaban la estructura de la cabecera de su cama, el cual estaba flojo, y lo arrancó de cuajo. Enajenado, fue en busca de su presa.
-¡Maldita hija de puta, te voy a drenar la sangre por el culo! –gritaba una y otra vez, combinando distintos tipos de blasfemias que jamás hubiera pensado que saldrían de su boca.
Blandiendo la improvisada lanza metálica por toda la habitación, perseguía a la pequeña bestia alada sin éxito alguno, su vuelo frenético hacía imposible un golpe certero y letal. Luego de varios minutos de un agobiante enfrentamiento, bajó la cabeza y se rindió frente a las posibilidades. Aquel ser lo perseguiría por el resto de sus días, pensó. Lo atormentaría día y noche porque ese era su único propósito en esta vida, hacer de la suya un infierno.
Con los hombros caídos y las rodillas a punto de ceder el peso de su cuerpo, levantó la cabeza y la vió: quieta, tiesa, casi solemne sobre la cúpula de la lámpara metálica. Poseído por la ira y la desidia, levantó su arma y, con un salvajismo inusitado en él, atinó a asestarle con inclemencia el golpe de gracia -el único golpe, en realidad- y terminar con todo.
El shock fue instantáneo. Una descarga eléctrica que hubiera matado a un elefante recorrió todo el barrote, llegando a su cuerpo y extirpando en un instante la vida del mismo. Tendido sobre el viejo y astillado piso de madera, el cadáver escenificaba lo que había sido una batalla que estaba pérdida mucho tiempo antes de siquiera haber comenzado.
A la mañana siguiente, cuando las luces del alba hubieron bañado por completo la habitación, la madre de Augusto entró al cuarto para llamarlo a desayunar como de costumbre. La imagen invadió su esencia hasta lo más profundo, quebrándola en un llanto inconsolable mientras la hermana se acercaba con temor por el pasillo para ver lo sucedido.
Sus vidas también se quedaron allí, estancadas en el limbo del horror, de la desesperación, del hecho consumado de la muerte del cual no hay retorno.
Con insolente premura, lo único que salió ileso de aquel pequeño pedazo del averno en que se había transformado la habitación, fue la asquerosa y repulsiva figura endemoniada de la polilla, oscilando por el aire de un lado al otro, sin rumbo fijo.