Te veo y lo intuyo, algo
en el aire me dice que llegamos al punto de no retorno. Sentados, cara a cara,
desnudando con palabras y miradas todo lo que nuestros corazones trataron de
sepultar por tanto tiempo. Te escucho y trato de no perderme en la locura de
tus ojos, en la fantasía de tu sonrisa.
Mi mente se nubla como
cada vez que intento ser sincero, pero ya no hay más tiempo, ya no hay más
vueltas. Quisiera poder tener al menos el coraje de mirarte de frente mientras
hablo, pero sé que no podría contener las lágrimas. Se me hace imposible
detener la caída de todo lo que construimos y nada será lo mismo después de
esto.
Argumentos que no puedo
rebatir, razones que no entiendo y todo se hace confuso.
Ya solo me queda asentir y
elegir la resignación como única alternativa. Pienso en todas las cosas que
podría haber cambiado u hecho de otra manera y siempre llego a la misma
conclusión: yo soy el problema. No importa lo que haga, no importa lo que diga,
no importa cuándo o cómo, yo soy la piedra en el camino y como tal, me debo
hacer a un lado.
Nunca voy a entender por
qué esas pocas ganas de luchar, por qué esa poca esperanza en las
posibilidades, pero ya no hay nada que pueda hacer para cambiarte. Me quedé sin
fuerzas, te di lo último que me quedaba y ni eso fue suficiente, por eso es
tiempo de marcharme hasta sepa Dios cuándo.
Un último beso para engañarnos
una última vez, un último abrazo con los ojos vidriosos, un último suspiro
cerca de tu cuello, un haz de luz que se termina por desvanecer frente a
nosotros, un montón de arena que se nos termina de escurrir entre los dedos.